Juan era alto, guapo y solía vestir de manera elegante. Nunca
le faltaban sus camisas, con su aire informal. Y los vaqueros desgastados.
Vivía solo. No necesitaba que nadie le controlara el tiempo. Pero nunca le
habían faltado los de siempre, los de aquí y los de allí.
Todos los días de la semana había algo que celebrar. Y allí
estaban, brindando como cada noche, por la vida. Esa noche, habían gritado
“viva la vida” y el sonido de los cristales me hizo saber que el ritual
continuaba. Se oían entonces con más fuerza, las carcajadas y aquella música con
sabor a rock.
Ese era el momento. Bajar tan solo unas cuantas escaleras y
que el único ruido fuera el de los tacones. Me invitó a pasar con la misma
excusa de todos los días. Me ofreció una copa a solas, antes de llevarme a la
habitación del caos. Bautizada así por sus invitados. La misma tenía una
especie de barra todo lo largo que era la habitación, acompañada por
estanterías rellenas de botellas y todo tipo de recipientes especiales para
cada ocasión. Y a continuación, estaban los asientos rodeando aquella mesa en
la que no quedaba nunca un hueco libre.
Agarrándome de la mano, me llevo hasta la habitación, en la
que pasábamos todas las noches, primero con la multitud y luego solos. Pero esa
noche fue distinta. Le ví, justo al cruzar la puerta. Nos miramos con cierta
intensidad. Joder, cinco malditos años sin verle. No tendría ni idea de lo
doloroso que había sido. Y ahora, nos volvíamos a mirar, como si no hubiera
pasado el tiempo.
- - Él es Martín y ella, Laura.
Recordaba cada letra de su maldito nombre. Y por supuesto,
no había cambiado nada. Me ofreció un cigarro. Lo acepté. ¿A qué juega?
Lo sentí por Juan, pero esa noche no podría quedarme. Los
recuerdos habían invadido mi mente y mi cuerpo solo deseaba su piel.
Subí de dos en dos las escaleras, y ahí estaba esperándome.
Él. Nunca se fue del todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario